La realidad
¿Qué es la realidad?
Muchas respuestas han sido dadas a esta
pregunta. No obstante, a pesar del número y la variedad de las mismas, desde antes
de los primeros filósofos griegos hasta mediados del siglo XIX prevaleció la
convicción de que la realidad es eso que
está ahí. Ése ha sido el común denominador de las más variadas respuestas. Eso que está ahí; la realidad objetiva; eso
que no soy yo (el sujeto).
Mas hoy, eso que estaba ahí ya no está.
Esa realidad que determinábamos como
existente por sí, que establecíamos como objeto en sí, ha perdido todo
sustento; la hemos diluido en la relatividad, la probabilidad y la
incertidumbre.
Del mismo modo en que Nietsche reveló
la muerte de Dios, declaro ahora la desaparición de la realidad objetiva.
La dupla sujeto-objeto ha hecho
crisis. Hemos agotado su función para comprender lo que hacíamos porque lo que
hacíamos ha sido plenamente hecho. Toda la actividad que nos era posible hacer
sin plan, sin finalidad, sin propósito, ha sido realizada y comenzamos a
realizar la tarea de ser conscientes de ello y de que podemos proporcionarnos
la libertad para decidir lo que haremos; para planear, en conjunto, una nueva
manera de vivir, de ser y, sobre todo, de hacer.
El sujeto y el objeto como entidades
en sí, distintas en su naturaleza, separadas y opuestas, fueron concebidos para
integrar una realidad duplicada.
Esa actividad realizada y finalizada,
ha sido la creación de la realidad objetiva. Con ello nos hemos dado los
elementos y las condiciones para decidir nuestro modo de ser. Hasta ahora, sólo
hacíamos como hacen los niños mientras juegan libremente, creando la realidad
de la manera en que esas creaciones nos resultaban agradables.
Nosotros concebimos la realidad. Esto es, la creamos a partir de nosotros mismos. Con la
palabra, creamos entre nosotros lo real. Todo aquello a lo que llamamos
realidad, resulta de nuestra actividad sobre nosotros mismos y sobre la
realidad ya creada por nosotros.
(La concepción del objeto no es
individual sino grupal. Es objetivación de lo común, comunicado).
CREACIÓN (Principio de)
Considerando que la longitud del
Ecuador terrestre es de, aproximadamente, 40.076 km y que el día tiene poco más
de 24 horas, quienes viven en las proximidades de la línea del Ecuador se están
moviendo a una velocidad de casi 1.670 kilómetros por hora, en el sentido
Oeste-Este. Al alejarnos de esa línea y acercarnos a los polos, la longitud de
la línea paralela a ésa se va haciendo menor, hasta llegar teóricamente a cero.
Teniendo en cuenta que vivo en Neuquén, República Argentina, el paralelo aquí
debe rondar los 20.000 kilómetros y, por lo tanto, en este momento me estoy
moviendo a una velocidad aproximada de 840 kilómetros por hora. Pero si agrego
a mis consideraciones el movimiento de la Tierra alrededor del Sol, pues
entonces también me estoy moviendo a, aproximadamente, 107.200 km/h. Sin
embargo, ninguna sensación tengo de ello. No cuento con datos sensibles que me
indiquen que me estoy moviendo a esas inmensas velocidades; ni siquiera siento que me estoy moviendo, salvo por lo
que hago con mis dedos sobre el teclado.
Ninguno de mis sentidos me informa sobre el movimiento terrestre. Sin embargo,
estoy convencido de su realidad. Y, sin dudas, también están convencidos de lo
mismo la casi totalidad de los seres humanos.
¿Y cómo es posible este
convencimiento? ¿Por qué no doy fe a lo que percibo por mis sentidos? ¿Cómo es
que afirmo, sin dudar, que estoy en movimiento, cuando lo que me dicen mis
percepciones sensibles es que no es así, que es todo lo contrario, que estoy
perfectamente quieto, sentado y escribiendo? Pues este convencimiento nace de
lo que se me ha dicho desde hace unos cuantos años; desde que era un niño. Se
me informó del movimiento de la Tierra en la escuela. Mis maestras se
esforzaron por mostrarme con palabras, dibujos y maquetas esta afirmación: la
Tierra se mueve; y lo hace de varias maneras: rotando alrededor de su eje,
trasladándose alrededor del Sol, también junto con éste por la Vía Láctea y,
además, con nuestra galaxia por el Universo infinito. ¿Y cómo es que ellas, mis
maestras, supieron de los movimientos de nuestro planeta? Pues de la misma
manera que yo: a ellas también les informaron sus propios maestros. ¿Y a
éstos?... Y bien, como sabemos, el origen de esa información es el Sr. Nicolás
Copérnico. Pero también sabemos que este buen señor no percibió el movimiento
terrestre por sus sentidos sino que lo dedujo a partir de cálculos matemáticos,
hechos en base a observaciones astronómicas realizadas con el telescopio
galileano (procedimiento que puede ser reproducido por cualquier persona que se
disponga a hacerlo, lo que lo hace confiable). Galileo comprendió que las
dificultades para calcular y predecir el movimiento de los planetas se debían
al modelo
geocéntrico, y que para superar esas dificultades debía
adoptarse el modelo heliocéntrico propuesto por Copérnico. Tycho
Brahe, astrónomo danés de
mediados del siglo XVI, hizo nuevas observaciones planetarias y demostró
que había fallas en la teoría vigente. Se presentaron entonces dos opciones:
admitir que estaba fallando la teoría geocéntrica, como afirmaron antes Copérnico, Galileo y Kepler, o que
las hipótesis auxiliares acerca del número y tamaño de epiciclos (modelo geométrico ideado por los antiguos
griegos para explicar las variaciones en la velocidad y la dirección del
movimiento aparente del Sol, la luna y
los planetas) y otros recursos para la explicación no eran
suficientes. Los ptolemaicos habían adoptado esta última postura durante unos
cuantos siglos hasta que Kepler pudo explicar lo que sucedía asignando a cada planeta una única trayectoria elíptica alrededor del Sol.
Así, Kepler formuló sus leyes del
movimiento planetario.
Newton
mostró que las leyes de Galileo y Kepler se podían deducir a partir de los principios de su teoría y así logró unificar, por deducción,
un conjunto de leyes empíricas dispersas. De esa manera, el proyecto de la ciencia moderna encuentra su culminación en la física de Newton.
De manera
que por confianza en lo que me transmitieron mis maestras, que a su vez
confiaron en lo que infirieron los pensadores mencionados, afirmo que estoy
moviéndome a pesar de que no tengo información sensible sobre ello. En
consecuencia, lo que llamo mi conocimiento de la realidad surge de dos fuentes:
la inferencia hecha por algunos y la confianza de los demás; confianza que se
sustenta en hechos producidos a partir de esas u otras inferencias logradas por
un procedimiento semejante y reproducible: observación, investigación (o,
sensaciones y trabajo con esas sensaciones), e inferencia lógica. Por lo tanto,
la realidad, tal como la concibo, es el resultado de la actividad particular de
algunos y la confianza de muchos que comparten el procedimiento y las inferencias que realizaron aquellos.
Esto es,
creación grupal de lo objetivo, en un proceso que comenzamos con la sensación
subjetiva.
Las
sensaciones no nos relacionan con objetos; lo que percibimos cuando sentimos,
es subjetivo; no proviene de un objeto. El objeto no existe antes, fuera y
distinto de nosotros sino que es creado por nosotros a partir de nuestras
sensaciones. Pero esa creación no es individual sino grupal; sólo cuando
compartimos la sensación y la actividad (comparaciones, valoraciones,
clasificaciones, etc.) realizada con ella, masivamente, entonces creamos el
objeto.
Esto es
lo que llamaré, de ahora en más, el Principio
de Creación: LA REALIDAD ES LO QUE
CREAMOS.
Advertencia:
no es lo que yo creo, sino lo que nosotros creamos. Y este nosotros no en sentido
de nosotros como suma de individuos sino nosotros como actividad de un grupo
relativamente numeroso. Esto es, lo que es compartido por la casi totalidad o
una gran mayoría de los miembros de un grupo.
Por
ejemplo: este principio, el Principio de
Creación que acabo de enunciar, puede masificarse y hacerse realidad, o
puede quedar perdido por siglos o milenios, como ocurrió con la concepción de
“átomo” enunciada por Demócrito de Abdera, en Grecia, cinco siglos A.C. y
vuelta a enunciar por John Dalton a principios del 1.800 (S. XIX). Fue
compartida masivamente ¡2.400 años después! O lo que sucedió con el
“heliocentrismo”, enunciado por Aristarco de Samos tres siglos A.C. y
nuevamente propuesto y objetivado a partir de Nicolás Copérnico, ¡al cabo de 1.800
años!
Del mismo
modo en que en el S. XVI los datos de las observaciones astronómicas no podían
ser relacionados con la teoría vigente, la geocéntrica, y cobraron coherencia y
realidad al interpretarlos desde la nueva teoría, la heliocéntrica, los datos
de las observaciones de la Física actual pueden ser integrados en el Principio
de Creación.
El
proceso de construcción del objeto es el siguiente: sensación – actividades con
la sensación o a partir de ella (valoración:
buena o mala, benéfica o perjudicial, fea o bella; cualificación: tamaño, intensidad, etc.; ordenamiento con el tiempo: antes, después y con el espacio: aquí,
allá, arriba, abajo, etc. – nombramiento
de la sensación y con ello, comienzo de la actividad de compartirla; sólo
se nombra entre dos o más personas – masificación de la sensación nombrada y
con ello, creación del objeto.
La sensación es producto de nuestra
actividad involuntaria, espontánea; y no nos informa sobre un objeto diferente
de nosotros mismos; no nos da el dato de la existencia de un objeto distinto de
mí mismo.
Con la sensación o a partir de ella,
realizamos actividades como su ordenamiento con el tiempo y con el espacio;
esto es, ubicamos la sensación en relación a las otras sensaciones colocándola
antes o después de éstas, por ejemplo; su valoración,
determinando la sensación como benéfica o perjudicial, por ejemplo; su cualificación, asignándole atributos
como el de su tamaño, su intensidad, etc. Hasta aquí y separando teóricamente
la actividad de otros aspectos que le son propios, podríamos decir que nos
movemos en la esfera de lo subjetivo; es actividad relativamente individual.
Luego de ello, ya en el ámbito de lo grupal, el individuo comparte los resultados de esa actividad con otros individuos,
convirtiendo la sensación y los resultados de su actividad en palabras, creando así el objeto.
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