La concepción de la realidad, del
mundo, del ser humano, de la vida, con la que hemos vivido hasta hace algunas
décadas, está agotada. Estamos en una situación indeterminable; sin paradigma,
sin significado, sin sentido; y, por lo tanto, sin referencia para valorar
hechos, acciones, sentimientos, pensamientos. Y mientras no elaboremos una
nueva concepción de la realidad con la cual podamos darle un sentido a la vida,
continuaremos debatiéndonos entre pseudosentidos para mitigar la angustia del
sinsentido, con el sufrimiento que ello conlleva.
Las concepciones del mundo con las
que se les dio sentido a la vida hasta finales del siglo XIX, están perimidas. Los vínculos que sustentaban la
objetividad y con ello, la realidad, han perdido fundamento. Tanto las
concepciones religiosas como las filosóficas, las político-sociales, algunas de
las cuales estuvieron vigentes durante milenios, y hay, hasta las científicas,
han agotado su validez. La angustia existencial expresada claramente por los
filósofos llamados existencialistas, es un padecimiento que ha venido creciendo
paulatinamente en la práctica cotidiana de cada vez un número mayor de
personas, y hoy se ha masificado sin discriminar culturas ni condiciones
sociales.
Una concepción de la realidad, o del
mundo, relativamente estructurada e integrada y que, a su vez, nos contenga
como individuos, nos contemple integrados a esa realidad, es condición
necesaria para que nuestra vida pueda tener un sentido. Al carecer de una
concepción tal, carecemos de realidad, no tenemos mundo en el cual
significarnos; nos desintegramos y quedamos vacíos de significado, sin sentido,
sin ser; somos solamente una paradoja: somos nada.
A mediados del siglo XX, Erich Fromm
percibió claramente esa situación en el hombre común: “La vida carece de
significado. La gente vive, pero siente que no está viva; la vida se escurre
como arena. Y una persona que está viva y que, consciente o inconscientemente,
sabe que no lo está, siente repercusiones que a menudo, si ha conservado un
resto de sensibilidad y vitalidad, termina en una neurosis. (…) En un nivel consciente
se quejan de estar insatisfechos con el matrimonio, con el trabajo o con
cualquier otra cosa; pero al preguntárseles qué hay detrás de sus quejas, la
respuesta es por lo general que la vida no tiene sentido.” (1)
A fines del siglo XIX, Sir Artur Conan Doyle
ya lo intuía: “-Dígame, Watson: ¿qué sentido puede tener un hecho así?
–preguntó Holmes solemnemente al dejar el documento encima de la mesa-. ¿A qué
finalidad sirve este círculo de dolor, de violencia y de terror? Forzosamente
ha de tender hacia algún fin, o, de lo contrario, nuestro universo está regido
por la casualidad, cosa que no se puede pensar. Pero ¿cuál es esa finalidad?
Ahí tiene usted planteado el gran problema perenne al que la razón se halla hoy
tan lejos de poder contestar como siempre.” (2)
También Samuel Laghorne Clemens, en
esa misma época, lo expresaba descarnadamente: “Aquello que te he revelado es
la verdad; no hay ningún Dios, ni universo, ni especie humana, ni vida
terrenal, ni paraíso, ni infierno. Todo es un sueño… un sueño grotesco y
estúpido. Nada existe, excepto tú. Y no eres más que una idea… una idea errante,
una idea inútil, una idea sin hogar, ¡vagando desamparada por las eternidades
vacías!” (“El forastero misterioso” – Mark Twain – Ed. Lonseller, 2da. edición
– Bs. As. – 2005).
Y, por supuesto, además de muchos
otros, la visión de los existencialistas.
Bien lo anticipó Nietzsche, también
durante las últimas décadas del siglo XIX: “Lo que cuento es la historia de los
dos próximos siglos. Describe lo que sucederá, lo que no podrá suceder de otra
manera: la llegada del nihilismo.
Esta historia ya puede contarse ahora, porque la necesidad misma está aquí en
acción. Este futuro habla ya en cien signos; este destino se anuncia por
doquier; para esta música del porvenir ya están aguzadas todas las orejas.”
(Nietzsche – Prefacio a “La voluntad de poder” – Ed. Edaf S.L. – 21ª edición –
2.012).
Josep María Esquirol, en una
entrevista publicada en el diario El País el 31 de Mayo de 2.015, expresaba que
“El ser humano tiene necesidad de pensar
porque el sentido de la vida, el sentido del todo, no está dado. Wittgenstein mismo hace casi un siglo decía que
aunque la ciencia llegue a resolver los problemas relacionados con los orígenes
del Universo o incluso las estructuras más básicas de la vida humana,
notaríamos que respecto a lo esencial seguimos en la misma situación. Aunque la
ciencia avance, que es obvio que está avanzando, hay algo que ella no resuelve
y que no se va a resolver. Eso que he llamado el sentido de la vida no es algo
que la ciencia pueda darnos como resultado de una teoría de la física. Kant decía que éste es el destino trágico
de la razón humana.”
Y yo agrego: y ahora, no sólo de la razón sino de la vida humana.
Tragedia, diaria tragedia, miles de
millones de inútiles tragedias: muertes por desnutrición, muertes por
sobredosis de narcóticos, muertes por asesinatos, muertes por guerras, muertes
por fallas tecnológicas evitables, muertes por accidentes previsibles, más de
dos tercios de la población mundial con hambre mientras la producción de
alimentos duplica lo necesario para todos, sistemas de salud sobredemandados,
pestes que diezman a millones, océanos y vastos territorios contaminados,
ciudades atestadas, trata de personas, prostitución infantil… Violencias de
todo tipo, tragedias de todas clases que, en varias de sus versiones, no
discriminan raza, religión, nacionalidad ni posición económica o social.
Habrá quienes puedan aducir que la
historia humana está plagada de tragedias, que siempre fue así, que cada cual
debe resolver su vida como le parezca y como pueda en las circunstancias que le
toquen. Pero ante ese pesimismo fatalista podemos afirmar que fue así porque no
pudimos hacerlo de otra manera, que es así porque aún no nos damos cuenta que
podemos hacer que sea de otra manera, que no estamos condenados a ello; nada ni
nadie nos lo impone. Podemos superarlo. Hemos creado las condiciones necesarias
y suficientes; ahora debemos acordar cómo hacerlo y darnos a la tarea.
Habrá también quienes, como
Lipovetsky, encuentren en el “personalismo” posmoderno un valor; aunque un
tanto extraño como tal pues lo identifica con la indiferencia absoluta; y más
extraño aún la manera de plantearlo pues él mismo expresa en su obra “La era
del vacío”: “…el drama es más profundo que el pretendido desapego cool:
hombres y mujeres siguen aspirando a la intensidad emocional de las relaciones
privilegiadas (quizá nunca hubo una tal «demanda» afectiva como en esos tiempos
de deserción generalizada), pero cuanto más fuerte es la espera, más escaso se
hace el milagro fusional y en cualquier caso más breve. Cuanto más la
ciudad desarrolla posibilidades de encuentro, más solos se sienten los
individuos; más libres, las relaciones se vuelven emancipadas de las viejas
sujeciones, más rara es la posibilidad de encontrar una relación intensa. En
todas partes encontramos la soledad, el vacío, la dificultad de sentir, de ser
transportado fuera de sí; de ahí la huida hacia adelante en las «experiencias»
que no hace más que traducir esa búsqueda de una «experiencia» emocional
fuerte. ¿Por qué no puedo yo amar y vibrar? Desolación de Narciso, demasiado
bien programado en absorción en sí mismo para que pueda afectarle el Otro, para
salir de sí mismo, y sin embargo insuficientemente programado ya que todavía
desea una relación afectiva.”
Hay
también quienes, como Robert Lanza, con su “biocentrismo”, han comenzado a
aportar en el sentido de la tendencia en que se inscribe esta propuesta, que debe tratarse precisamente como
tal: una propuesta; esto es, una concepción de la realidad, puesta a
consideración de todos para que, mediante la crítica, sea objetivada. Una
propuesta para la concepción de la realidad con una Humanidad integrada y en
condiciones mejores que las actuales; esto es, vidas vinculadas amablemente
entre sí mediante actividades con un sentido progresivamente humanizador;
desarrollando la mayor cantidad de acciones posibles relacionadas con impulsar
el incremento de la creatividad y la integración.
Una realidad concebida
intencionalmente, y con un sentido determinado consciente y activamente por
nosotros.
Nietzsche fue claro al respecto: “Sólo
en el caso de que la humanidad tuviera un fin universalmente aceptado, podrían
proponerse imperativos respecto a la forma de actuar; pero hoy por hoy, no
tenemos noticia de que ese fin existe. En consecuencia, no hay por qué
relacionar las pretensiones de la moral con la humanidad, ya que resulta
absurdo e ingenuo. Otra cosa sería recomendar un fin a la humanidad, porque
este fin sería entonces algo dependiente de nuestra voluntad, y si conviniera a
la humanidad, ésta podría imponerse a sí misma una ley moral que le conviniese.
Sin embargo, hasta hoy se ha venido situando la ley moral por encima de nuestra
voluntad; hablando con propiedad, no hemos querido dictarnos esa ley, sino
recibirla de alguna parte, descubrirla, dejar que nos gobernara, del modo que
fuera.”
Es ahí, en esa vinculación entre un
fin o sentido de la vida, y las acciones y el comportamiento de las personas,
donde reside la posibilidad de una vida bien vivida o lamentable y hasta
dolorosamente desperdiciada.
Nietzsche, desde la perspectiva de su
momento, despreció la posibilidad de realizar la tarea y por eso anunció el
nihilismo. Pero hoy, a más de cien años durante los cuales hemos producido más
cambios que en toda nuestra historia, especialmente en el ámbito tecnológico,
no solamente es más importante que nunca antes sino que ahora contamos con lo
necesario como para objetivar, consciente y voluntariamente, una finalidad, un
sentido, a partir del cual podremos concebir una ley moral conveniente.
Para ello, es necesario objetivar previamente
algunas concepciones: lo que somos nosotros, como grupo, como conjunto, como
humanidad; lo que somos nosotros, como individuos, como yo, como tú; la
realidad; el espacio; el tiempo; la conciencia, y otras...
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